Etiquetas

abril 15, 2011

El toro pone a cada quien en su lugar. Por Pablo del Toro.

(Bajo este seudónimo escribe Juan Pablo Lagunes. Escribí este cuento con el corazón roto para una ex-novia hace unos seis o siete años. Lo comparto, ojalá les guste.)

El Toro Pone a Cada Quien en su Lugar

Hermoso era aquel morito que por poco me quita la vida en la tarde de mi bautizo de sangre. Un castañito guapo de hechuras, excelentemente bien criado, con sus cinco años cumplidos y una cornamenta que pareciera inofensiva cuando uno no se arrima. Cuando lo conocí era un becerrito de pintura. Era una tarde soleada de abril de hace unos tres años. Estaba en un corral especial, separado de los demás bureles. Los ganaderos habían puesto especial cuidado en él, no permitían que mucha gente lo viera, pues querían que fuera lidiado por alguna figura del toreo. Increíblemente, y sin ser la figura que ellos esperaban, lo criaron, alimentaron y cuidaron para que yo lo lidiara como mandan los cánones del toreo en el mundo. Yo iba a la finca ganadera a verlo de vez en vez, pues ése castañito, aquel tierno becerrito que corría en su corral especial para él había cautivado mis instintos toreros desde el primer momento en que lo vi. Parecía un perrito café visto desde afuera del corral. Recuerdo que en innumerables ocasiones me acercaba a las rejas del corral con un poco de paja en la mano diestra, y el bonachón pequeñín se acercaba a comer de mi mano. Y bonachón y todo, pocos eran los que soportaban ver continuamente sus ojos. Unos ojos profundos y parlanchines que denotaban la fiereza del animal, la tenacidad del encaste, la raza del torito y la bravura de la especie.

Y yo lo esperaba, con capote y corazón en mano, la montera en la cabeza y los machos bien apretados, detrás del burladero de matadores. Con coleta natural y la barbilla sobre las tablas veía a los monosabios aplanar la arena mientras otro más panzón cargaba el letrero que anunciaba los datos del toro que iba a ser lidiado. “Pelafustán” era su nombre, con el número 1 marcado a fuego en el costillar, nacido en abril del 88 y me reservo el peso para evitar represalias.

Recuerdo aún la sombra del patio de cuadrillas. Un escalofrío constante recorría mi cuerpo desde la punta de los dedos hasta la nuca, una y otra vez. Y silencio, mucho silencio. Apenas escuchaba a lo lejos los murmullos de los aficionados buscando sus asientos, pidiendo las cervezas y los pregones vendedores de chatarra que merodean las inmediaciones del patio. Pensaba en lo grande que podía llegar a ser ésa tarde. Siempre pensamientos positivos, y recordando los momentos que había vivido con “Pelafustán” en el campo, en lo que era su casa. Tenía mi capote de paseo recostado en mis antebrazos entrecruzados entre sí, y en mi mano derecha mi montera.

- Es hora, Matador – Era mi mozo de espadas, regresándome a jalones de mis pensamientos y ayudándome a liarme con el capote de paseo.

Y sonaron las primeras notas de la banda. Fui el primer hombre en pisar la arena. Levanté la mirada y agradecí la ovación, luego dibujé con la zapatilla una cruz en la arena.

- ¡Que Dios reparta suerte! – Grité a mis alternantes y subalternos. Y así fue. La suerte estaba echada.
Caminé a través del ruedo, desmonterado y mirando al piso siempre, escuchando el retumbar de los pasos en la arena y las palmas del público. Sin darme cuenta llegué al final del recorrido y saludé al presidente, con la cara seria como un yeso.

La plaza estaba llena. En los carteles de los alrededores del embudo se leía la soñada pegatina de “No hay billetes”. En las barreras de primera fila de sombra, mi familia. Junto, la familia ganadera. Atrás, familiares de mis alternantes. El aroma del puro de la boca de mi padre causaba estragos en sus vecinos que molestos sacudían las manos intentando inútilmente alejar el humo del tabaco. Junto a él, mi madre, con la fuerza típica de su gesto. Y del otro lado, mi hermano, nervioso a distancia.

Era mi tarde de presentación en plazas de primera y había escogido un elegante terno blanco con bordados en oro, y faja y corbatín en negro. Esa tarde tomaba mi alternativa. Y “Pelafustán” sería el toro de la ceremonia.

Recargué la frente en la barrera esperando con más nervios que miedo a que sonara el clarín desde el palco de autoridad, avalando la salida del toro.
- ¡Puerta! – Escuché a lo lejos. “Pelafustán” estaba en la arena. Yo, por cábala, no quise ver su salida de la puerta de los sustos.

El morito atravesó el ruedo con alegría. Levanté la mirada, y ahí estaba “Pelafustán”, con casta de princesa y bravura de guerrillero. Remató un par de veces en el burladero y atravesó de nuevo el ruedo, corriendo a toda velocidad y rematando por abajo mientras torcía el rabo.

Lanceando acá y allá, soltando los nervios le planté media docena de verónicas por ambos lados, fuertemente coreadas por los asistentes. Autoricé la entrada de los piqueros al ruedo y yo mismo llevé a “Pelafustán” a los caballos por chicuelinas andando y un remate por abajo, dejando al burel a pocos metros del jamelgo. “Pelafustán” peleó con codicia al caballo y se creció con fuerza al castigo provocando un tumbo. Era un bravo auténtico.

Hice un quite por gaoneras bien ajustadas, que me hicieron sudar tinta. “Primero sudas sangre y luego mueves los pies” decía mi maestro.

El segundo tercio de la lidia transcurrió sin eventos dignos de mencionar.

Tomé el capote de nuevo y me paré en la arena, mientras mi padrino se acercaba al palco del presidente para pedir permiso. Volé de nuevo en mis pensamientos y de nuevo a pedradas me regresaron con éstas palabras:
- Suerte, matador. Por toda esa carrera llena de triunfos en todas las plazas del mundo que tienes por delante. Recuerda que en esto del toro o te la juegas, o te la juegan. Vamos a por todas en esta tu tarde. Ajústese y juéguese la vida. De eso se trata esto. – Y me abrazó.

Tomé la muleta que me cedió, pedí permiso al juez y corrí a los medios a brindar la muerte del morito a todo el público. La ovación se oyó fuerte. Y, para mis adentros, en voz muy baja, pero con todo el coraje y el corazón que tengo, le dije: “Va por ti, Pelafustán”.

En los medios, cité de largo a “Pelafustán”, quien sin pensarlo dos veces acometió con fuerza. Tres péndulos, una vitolina, dos derechazos y un pase de pecho fue la tanda con la que inició mi faena. El lado derecho de “Pelafustán” era áspero, pero franco. Pelafustán se entregaba en cada una de las embestidas que hacía. Metía el morrillo como ninguno, arrastraba el hocico en la arena y recorría cuando menos 2 metros en redondo en cada una de sus acometidas.

Era delantero vuelto de pitones, y no los sentías hasta que te los pasabas así de cerca. Por el lado izquierdo, el morito tenía un temple inagotable. Sendos naturales le pegué. En un trincherazo, “Pelafustán” avisó. Y avisó en serio. Tiró un derrote que me desarmó la muleta. La recogí, volví a armarla y el toro me vio con sus ojos parlanchines y claramente me dijo: “Por la derecha ya no quiero nada”. Pero no lo quise escuchar, o leer. Ya tampoco escuchaba los olés de la afición ni los consejos del apoderado. Ya no oía nada. Sólo me escuchaba a mí mismo. No vi las amenazas del toro. Pero me avisó, y me consta.
Un molinete, un derechazo entero y templado, uno más sin templar, otro más que por poco y me desarma la muleta, y el último, limpio, pero sin desahogar la embestida de “Pelafustán”, que me sintió y me levantó.
Fueron los 6 segundos más largos de mi vida. Caí de espaldas a la arena, y no vi a nadie acercársele al toro haciendo el quite. Estaba solo. “Pelafustán” ya tampoco acometió de nuevo contra mí. Recostado en la arena, sólo pensé en aquel tierno becerrito castaño de hacía años atrás que me recordó que existe una razón para vivir. Ése mismo castañito ése día me la estaba quitando. Lo terminó por lidiar alguien más, no sé quién es. Y tampoco me importa.

Hoy tengo tres cornadas. Una, la de la carne. La que no me duele. La segunda, la de la cabeza, que no me deja pensar. Y la tercera, la que más me duele, la del corazón, la que no deja de sangrar lágrimas de pasión, de amor al toro, de vida y de muerte, de sol y de sombra. Pero también, es la que hoy me deja escribir lo que escribo. Y además, es la que me da fuerza para seguir, para taparme la herida con mis propias manos y volver a hacer el paseíllo en la misma plaza, con la misma entrega y deseando con todas mis fuerzas que vuelva a hacerle una faena histórica de rabo a “Pelafustán”.

Aún no me recupero, ni tengo contratos firmados para volver a torear. Pero sí tengo unas cuantas lecciones de vida, y una de ellas es: El toro pone a cada quien en su lugar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Premios, Vueltas, Saludos en el tercio, Palmas, silencio, pitos, abucheos. Opina.